20 de julio de 2014

Ramiro y la alquimia de la palabra


Por Marisol Vera Guerra

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca 
pide que el camino sea largo, 
lleno de aventuras, lleno de experiencias. 
Kavafis

Cuando pienso en el panorama de la poesía tamaulipeca contemporánea, no puedo pasar por alto la labor constante, comprometida y cuidadosa de Ramiro Rodríguez, originario de Nuevo Laredo (1966), incansable explorador de las letras, radicado en Matamoros.

Lo conocí en 2009, en el marco del primer encuentro de escritores Los Santos Días de la Poesía, iniciativa de Celeste Alba Iris que, contra viento y marea, ha permanecido en el estado y ya se decanta por una sexta edición. Cordial y de mirada afable, Ramiro me pareció de esas personas con quienes es fácil llevarse bien, y no me equivoqué. A lo largo de estos años lo he visto coordinar diversos proyectos, publicar obra propia y compilar a otros autores (especialmente tamaulipecos), diría, de manera casi compulsiva.

Con el respaldo de una licenciatura en Lengua y Literatura Españolas y una Maestría en Letras Hispánicas (por UTB/TSC), Ramiro ha coordinado desde 2002 el Congreso Binacional, Letras en el Estuario. Preside el Ateneo Literario José Arrese de Matamoros y, a través de Alja Ediciones, ofrece sus servicios editoriales para materializar ese sueño tan perseguido por los amantes de la escritura: su propio libro.

Entre los premios obtenidos por su labor creativa se encuentran el Estatal de Poesía del ITCA, y el Premio Estatal de Poesía Altaír Tejeda de Tamez, ambos recibidos en 2008.

¿Acaso hacer una breve semblanza puede darnos la idea certera de quién es el hombre que se encuentra ante nosotros esta noche?

Leer a Ramiro Rodríguez me conduce, irremediablemente, hacia Octavio Paz; no lo sé de cierto, pero casi puedo jurar que éste ha sido durante años asiduo lector del Nobel mexicano.

Porque en él ciertas lecturas son transparentes, permean el texto como una lluvia.

Casi puedo ver al viejo Withman, al fondo de la página, saludándome con el sombrero en la mano al arribar a los “mares de opulencia”: cuando mordemos el fruto / fundamos las bendiciones de nuestra especie.

Veo a Ulises navegar por el vinoso Ponto, en busca de su patria, con la misma ansiedad que Ramiro busca el sentido del poema, porque en el poema está la esencia de la vida, el Logos misterioso que nos hizo eclosionar sobre la Tierra: plantas, hombres y piedras; peces, mares y lenguajes.

Encuentro también a Quevedo, camuflado en volátil imagen, su amor constante que trasciende a la muerte aquí, en este espacio, ablanda los huesos, / cardumen imaginario que se desplaza en oleaje violento / para petrificar en el sueño.

Y escucho a Quetzalcóatl, el numen fundador de la sabiduría en Mesoamérica, el hombre sacerdote que se espanta frente a la imagen de su propio rostro, del mismo modo que el poeta cuando dice: Soy el hombre-dios que se contempla / en la geografía luminosa del espejo: la idea se tatúa / detrás de mis ojos.

Hay en todos estos versos un retorno a las preguntas esenciales de la filosofía y del arte, ¿quién soy?, ¿cuál es nuestro destino?, interrogantes que no aspiran a ser respondidas sino a volar alto, desde el vientre de una madre-niña que corre por la sierra hasta el concierto vibratorio de las estrellas.

La búsqueda del conocimiento oculto bajo los signos, la pulsión entre el silencio y la creación, lo inasible que escapa al entendimiento y sin embargo entra en el organismo como un río, toda esta inquietud fluye en los versos de Transmutación, poemario que desde el título se anuncia como una serie de revelaciones, ¿de qué?, tal vez de esa divinidad negada en nuestra época. Porque Ramiro es de estos seres que aún creen en el misterio, para quienes el universo no está explicado por más que la tecnología despunte, de aquéllos que cantan:

Nosotros
–los hombres que vagamos, pájaros desorientados,
por el mundo–
bebemos los vinos exquisitos: extractos de Dios.



“La Metáfora –dice el historiador Enrique Florescano– es la expresión preferida del lenguaje religioso y poético […] La metáfora ha sido el conducto idóneo para aproximarnos a la misteriosa sustancia de que están hechos los dioses”.

Ramiro asume esta premisa, la hace un código vital que rige su escritura. Comprende que la poesía es el medio para hablar con los dioses, tal como creían los antiguos poetas del Anáhuac, tal como sabían los escribas del antiguo Egipto cuando trasladaban al papiro las enseñanzas de Hermes Trimegisto.

Pero, ¿a cuáles dioses invoca el poeta? ¿A los númenes perdidos en el caudal de eones, cuyos nombres hemos extraviado?, ¿a los que subyacen a nuestra consciencia de hombres y mujeres civilizados?   

Somos revelación de dioses desnudos,
teorema novedoso en la espesura del lenguaje matemático,
umbral luminoso de una casa llena de insectos
donde convergen –como amantes–
esencia y forma.


Escucho entre líneas ecos de Platón y de Arquímedes, de San Juan de la Cruz y de sor Juana, cuando Ramiro, igual que sus lectores, se sorprende con la metamorfosis del discurso que habita bajo la lengua.
Y al final retornamos a las preguntas que acaso nos recibieron al llegar a este recinto, ¿quién es la persona detrás del escritor?, ¿cómo es su vida?

Paz dice que la lectura de un solo poema nos revelará con mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica qué es la poesía, así, pienso que la lectura de un solo poema de este libro te dirá a ti, lector, quién es Ramiro Rodríguez, más que cualquier biografía.

Si deseas conocer al autor, ésta es la puerta.