Por Marisol Vera Guerra
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
Kavafis
Cuando
pienso en el panorama de la poesía tamaulipeca contemporánea, no puedo pasar
por alto la labor constante, comprometida y cuidadosa de Ramiro Rodríguez,
originario de Nuevo Laredo (1966), incansable explorador de las letras,
radicado en Matamoros.
Lo
conocí en 2009, en el marco del primer encuentro de escritores Los Santos Días
de la Poesía, iniciativa de Celeste Alba Iris que, contra viento y marea, ha
permanecido en el estado y ya se decanta por una sexta edición. Cordial y de
mirada afable, Ramiro me pareció de esas personas con quienes es fácil llevarse
bien, y no me equivoqué. A lo largo de estos años lo he visto coordinar
diversos proyectos, publicar obra propia y compilar a otros autores
(especialmente tamaulipecos), diría, de manera casi compulsiva.
Con
el respaldo de una licenciatura en Lengua y Literatura Españolas y una Maestría
en Letras Hispánicas (por UTB/TSC), Ramiro ha coordinado desde 2002 el Congreso
Binacional, Letras en el Estuario. Preside el Ateneo Literario José Arrese de
Matamoros y, a través de Alja Ediciones, ofrece sus servicios editoriales para
materializar ese sueño tan perseguido por los amantes de la escritura: su
propio libro.
Entre
los premios obtenidos por su labor creativa se encuentran el Estatal de Poesía
del ITCA, y el Premio Estatal de Poesía Altaír Tejeda de Tamez, ambos recibidos
en 2008.
¿Acaso
hacer una breve semblanza puede darnos la idea certera de quién es el hombre
que se encuentra ante nosotros esta noche?
Leer
a Ramiro Rodríguez me conduce, irremediablemente, hacia Octavio Paz; no lo sé
de cierto, pero casi puedo jurar que éste ha sido durante años asiduo lector
del Nobel mexicano.
Porque
en él ciertas lecturas son transparentes, permean el texto como una lluvia.
Casi
puedo ver al viejo Withman, al fondo de la página, saludándome con el sombrero
en la mano al arribar a los “mares de opulencia”: cuando mordemos el fruto / fundamos
las bendiciones de nuestra especie.
Veo
a Ulises navegar por el vinoso Ponto, en busca de su patria, con la misma
ansiedad que Ramiro busca el sentido del poema, porque en el poema está la
esencia de la vida, el Logos
misterioso que nos hizo eclosionar sobre la Tierra: plantas, hombres y piedras;
peces, mares y lenguajes.
Encuentro
también a Quevedo, camuflado en volátil imagen, su amor constante que
trasciende a la muerte aquí, en este espacio, ablanda los huesos, / cardumen
imaginario que se desplaza en oleaje violento / para petrificar en el sueño.
Y
escucho a Quetzalcóatl, el numen fundador de la sabiduría en Mesoamérica, el
hombre sacerdote que se espanta frente a la imagen de su propio rostro, del
mismo modo que el poeta cuando dice: Soy
el hombre-dios que se contempla / en
la geografía luminosa del espejo: la idea se tatúa / detrás de mis ojos.
Hay
en todos estos versos un retorno a las preguntas esenciales de la filosofía y
del arte, ¿quién soy?, ¿cuál es nuestro destino?, interrogantes que no aspiran
a ser respondidas sino a volar alto, desde el vientre de una madre-niña que
corre por la sierra hasta el concierto vibratorio de las estrellas.
La
búsqueda del conocimiento oculto bajo los signos, la pulsión entre el silencio
y la creación, lo inasible que escapa al entendimiento y sin embargo entra en
el organismo como un río, toda esta inquietud fluye en los versos de Transmutación, poemario que desde el
título se anuncia como una serie de revelaciones, ¿de qué?, tal vez de esa
divinidad negada en nuestra época. Porque Ramiro es de estos seres que aún
creen en el misterio, para quienes el universo no está explicado por más que la
tecnología despunte, de aquéllos que cantan:
–los hombres que vagamos, pájaros desorientados,
por el mundo–
bebemos los vinos exquisitos: extractos de Dios.
“La Metáfora –dice el historiador Enrique Florescano– es la expresión preferida del lenguaje religioso y poético […] La metáfora ha sido el conducto idóneo para aproximarnos a la misteriosa sustancia de que están hechos los dioses”.
Ramiro
asume esta premisa, la hace un código vital que rige su escritura. Comprende
que la poesía es el medio para hablar con los dioses, tal como creían los
antiguos poetas del Anáhuac, tal como sabían los escribas del antiguo Egipto
cuando trasladaban al papiro las enseñanzas de Hermes Trimegisto.
Pero,
¿a cuáles dioses invoca el poeta? ¿A los númenes perdidos en el caudal de
eones, cuyos nombres hemos extraviado?, ¿a los que subyacen a nuestra
consciencia de hombres y mujeres civilizados?
teorema novedoso en la espesura del lenguaje matemático,
umbral luminoso de una casa llena de insectos
donde convergen –como amantes–
esencia y forma.
Escucho entre líneas ecos de Platón y de Arquímedes, de San Juan de la Cruz y de sor Juana, cuando Ramiro, igual que sus lectores, se sorprende con la metamorfosis del discurso que habita bajo la lengua.
Y
al final retornamos a las preguntas que acaso nos recibieron al llegar a este
recinto, ¿quién es la persona detrás del escritor?, ¿cómo es su vida?
Paz
dice que la lectura de un solo poema nos
revelará con mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica
qué es la poesía, así, pienso que la lectura de un solo poema de este libro
te dirá a ti, lector, quién es Ramiro Rodríguez, más que cualquier biografía.
Si
deseas conocer al autor, ésta es la puerta.
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