Geografía del sueño de Ramiro Rodríguez
Por Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Recientemente he podido leer el poemario Geografía del sueño, editado en 2024. Se trata de una edición de pasta dura, con una elegante selección de papel y tipografía. Como muchas de las obras de Ramiro Rodríguez, en esta se abordan sus reflexiones ante la vida, sus vivencias y su destino como artífice de las palabras para traducir lo que puebla en su mirada. Como se intuye por el título, el hilo conductual a través de los textos es lo onírico. No obstante, aquel espacio no es ni para la fantasía ni para lo surreal. El sueño en esta obra es una balsa estrecha pero segura, donde el autor rememora distintos pasajes de la memoria y se proyecta en pequeñas vidas paralelas donde no han dejado de acontecer muchos de los sucesos que cuenta. Además, su estilo particular se centra en adjetivos nostálgicos, dispuestos como las cuentas de un rosario pasional.
“Nos
reconocemos como palabras
en
el vidrio, brota la desnudez
en
la fijeza de la lluvia
y
lavamos impurezas de siglos
en
la lengua. La fijeza de nuestros ojos
se
difumina con el parpadeo
de
luciérnagas errantes”. (pág.
55)
Cuando
el autor nos dice lo anterior, nos deja entrever que su objetivo es comprender
los lazos que se dan entre el lenguaje y los recuerdos, así como los caudales
que mantienen la esperanza para encontrarse dentro de su presente metafísico.
No abusa ni de los conceptos ni de la retórica, sino que presenta ideas muy
claras hilvanadas con el aliento de quien revive cada segundo de lo que canta
en la carne mancillada por las ausencias. Para Ramiro, esta manera de estar en
su pasado es terapéutica, y finca dentro del aire los filamentos de múltiples
presencias fantasmales que cobran dimensiones en los hechos, en los cuerpos y
rostros que habitaron, así como su carácter, como su manifestación vital dentro
atrapada en los pensamientos del poeta. No obstante, no son cantos dolorosos,
porque la nostalgia es un elemento que conecta cada sitio por el que nos lleva,
sin atisbos de amargura o rencor.
Incluso
cuando aborda la muerte de seres queridos, no se lacera las carnes propias con
la orfandad de los hubiera, sino que los reconstruye de frente, así como
conversaciones no terminadas que quedaron detenidas en sus ojos. Ahora que
vuelve la mirada atrás, el poeta descubre detalles que estaban impresos en esos
recuerdos y que florecen, según la cadencia de su voz. Porque estas geografías
indican que hay sitios que permanecen dentro de nosotros, espacios físicos a
los que se puede acceder alguna vez durante la vida para encontrar lo que
pensábamos perdido. Aunque no es un viaje ni solemne ni pecaminoso, estas
provincias que vamos acompañando —según escapan de sus murmullos— regresan el
mundo a un estado ideal, un punto en el cual el poeta concibe la realidad casi
perfecta y que no transcurre jamás, que no se desgasta ni estropea, porque no
hay espacio para la entropía en sus cartografías privadas. Así, nos dice:
“Camina
por las veredas del sueño
en
búsqueda de palabras en los labios,
su
voz se desnuda en el aire
como
cuando en cenzontle presiente
la
llegada del otoño”. (pág.
29)
Las
oraciones no sólo son positivas, en tiempo presente, y cargadas de vitalidad,
sino que nos invitan a reconocer que todo tiempo pasado permanece detenido
hasta que regresamos a él, ya sea porque lo necesitamos, o bien porque en el
imaginario de la poiesis, irremediablemente regresamos al mismo punto,
como afirman algunas tribus indígenas.
Ese
espacio liminal de lo onírico también permite abordar el duelo como ese otro
sueño imperfecto que lastra el aliento del poeta para enfermarlo de nostalgia,
cuando rememora “Las ventanas se abren durante el sueño / a la invasión de aves
nocturnas” o “Se extienden las conversaciones / para enredarse en nogales
viejos”. Aunque no se limita a la pérdida de las personas, encarna sensaciones
dentro y fuera de la piel, instantes cotidianos que horadaron en su mente, y a
través de los cuales se atreve a hacer confesiones y testimonios de su paso por
la vida de los demás. Pero no es un cantar lastimero ni cansino, porque en él
el lenguaje florea como campanillas de luz en las que va cayendo la lluvia, y
con ese ritmo despierta en pequeños mundos que flotan a su alrededor,
independientes de su estado de ánimo, su edad, su hartazgo por la pobreza de
las palabras para restituir cada instante vivido a su estado original. El poeta
no se cansa de hablar con sombras, porque las sombras somos sus lectores
quienes, duchos en el voyerismo, somos testigos de aquellos viajes en los que
se sumerge el autor, tan maduro en sus herramientas líricas que prefiere la
claridad de lo honesto antes de la falsa virtud de lo barroco.
Esta
Geografía del sueño implica además que hay conciencia de que sus visitas
pertenecen a lo inmaterial, por lo que al elegir la palabra sueño hace una
confesión pública de la irremediable aceptación de los hechos, ya que no
necesita ni de la ilusión ni del engaño para soportar el cansancio del viaje,
que ni siquiera ha terminado. En esta colección de respiraciones vemos una
intimidad herida que se ha visto obligada a continuar de frente porque nadie
escapa del influjo del tiempo, que la acepta en su imperfección y que busca en
el lenguaje la mejor manera para trazar portales y oráculos hacia el futuro en
el que desea estar, libre de la nostalgia, atesorando sus vidas como un Funes
pródigo de los dones de la vida. Esta obra es un acto de reconciliación con el
duelo, el arte de soportar la degradación de la realidad.