4 de julio de 2007

Animales sin Rostro


Federico Fernández Morales nace en H. Matamoros en 1965. Abogado de profesión. Participa en diversos talleres literarios con reconocidos escritores mexicanos, tales como David Toscana y Arturo Medellín Anaya. Su obra poética ha sido leída en el Encuentro de Escritores Voces en la Frontera, de Reynosa/McAllen, y en el Congreso Binacional Letras en el Estuario de Matamoros/ Brownsville. Se le concede el premio estatal de poesía medalla "Dr. Manuel F. Rodríguez Brayda" tres veces consecutivas y el premio "Poesía al mar" en el año 2004, entre otros. Sus textos poéticos son publicados en la revista literaria Novosantanderino de UTB/TSC, en el libro Poesía al Mar 20 Años y en Letras en el estuario Antología de poesía y narrativa (2008).


De tierra firme

Soy terrestre
y extravío el rumbo en los reinos de Neptuno.
En medio del océano pregunto
¿qué es árbol, qué es paloma?
El mar no sabe: deja en suspenso el tiempo,
evoca horas salinas,
minutos de sotavento, días al garete.
Dibuja animales sin rostro que pasan acariciándose
y se van sin despedirse.
Me sorprende el horizonte de turquesa y espuma
y en lontananza advierto la vida y la muerte
que anuncia el mar de cuerpo entero.

Hace falta una avenida arbolada en medio del océano,
una ruta de robles y cipreses
que a los hombres de tierra firme
nos diga el destino de las olas.
Que nos deje reconocer sonidos, prender una fogata.
Que nos tome de la mano y nos regrese a casa.
Habrá que surcar el océano, sembrar semillas
que germinen en manzanas de sal,
en flores marinas de todos los colores,
para que el hombre se haga cómplice de los mares
y en sus ámbitos pueda talar maderas dulces
para hacer barcas, casas, pianos y ataúdes.

Luego mar y continente
serán sólo nombres y no distancias.




Muertes

Hay muertes tan discretas,
tan sosegadas
que sólo rozan el pecho
de sus pupilos.
Muertes que apenas soplan
sobre el cabello de las señoras.
Son muertes que llaman quedo
a la puerta de aquellas casas a donde llegan.

Pero hay otras muertes atormentadas
que van tumbando todo en su estampida,
que ni siquiera llaman a los zaguanes
sino que irrumpen en las alcobas.
Son las que dejan atónitos a los difuntos
con ojos grandes como de espanto.
Son las que llegan gritando a voz en cuello,
rompen domingos,
deshacen fiestas
y van tañendo campanas locas
por donde pasan.
Son las que hacen aullar los perros,
las que ponen hielo en las almohadas.

En el carrusel de luz opaca
los deudos
reciben a la visita,
le dan la mano,
hablan en voz baja en su presencia
y la tratan casi como a una niña
dándole pan y leche y a veces dulces,
porque saben sin remedio
que todas las muertes son una lluvia
de pertinaz goteo
que cae, cae,
cae,
hasta que moja, hasta que entra,
hasta que pinta el negro tatuaje
y se convierte en el huésped
para siempre jamás de cada día.

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