Graciela González Blackaller (Saltillo, Coahuila, 3 de junio de 1922 - Ciudad Victoria, Tamaulipas, 14 de noviembre de 2011) Licenciada en lengua y literatura españolas y posgrado en la misma especialidad. Laboró en diversas instituciones educativas en el estado de Tamaulipas y ocupó cargos importantes, como la dirección del Departamento Editorial del Instituto Tamaulipeco de Cultura (1988-1992), directora de la Revista "En la cultura" editada por el Gobierno de Tamaulipas (1988-1992), coordinadora del Taller de Literatura en la UAT desde 1995, entre otros. Fundadora del Círculo Literario Ignacio Manuel Altamirano de Ciudad Victoria; fundadora del Taller Literario "Lapislázuli". Entre sus varias obras literarias destacan Lapislázuli (Poesía, 1968), Contra reloj (Poesía, 1989), Samperio no existe (Cuento, 1989) y Cuatro viajes (Cuento, 1995).
Estudiante aguerrido
Estudiante aguerrido;
estudiante que te lanzas a la calle
con tu juventud y tu verdad a cuestas,
estudiante aguerrido: piensa.
¿Tú quieres que el pueblo se conjure
y derrame su sangre en holocausto
a los grandes ideales que lo nutren?
¿Tú quieres que surjan nuevos héroes
y se llenen los hospitales
con la sangre de jóvenes imberbes,
que no verán así el final del siglo XX?
¿Por qué exponer la vida de seres inocentes?
¿Qué por qué?
¡Porque vamos por la vida como parias!
¡Porque tenemos tristezas en el alma!
¡Porque somos objeto de injusticias
y hemos descubierto que, cada día,
la sociedad es más nefasta...!
Amigo, detén tu perorata;
mira la historia transcurrir,
no pierdas los estribos.
¡Cuántas guerras fratricidas
encuentras en sus páginas!
¡Cuántos héroes anónimos!
¡Cuántas lágrimas!
Y el universo imperturbable sigue
mientras se escucha el ruido de metrallas...
En este siglo caótico,
a defender su verdad, el hombre se ha lanzado.
Verdades nuevas aparecen cada día
que se apagan como luces de bengala,
que se van como el tiempo transcurrido.
Todo pasa, y esa verdad
queda envuelta en el olvido.
Pero, ¿callar las injusticias?
¿Dejarse atropellar por el malvado? ¡No!
¡Es pecado ser sólo un conformista!
¡Es ser cómplice quedarse tan callado!
Estudiante aguerrido,
estudiante que te lanzas a la calle
con tu juventud y tu verdad a cuestas,
no quiero animarte en tus arengas,
pero tampoco quiero que vayas por la vida
con gran indiferencia.
Busca el equilibrio en tus acciones,
que no te ciegue la violencia,
porque sucede, amigo mío,
que estamos atrapados
en el eterno devenir de la existencia.
Si quieres rebelarte, que sea
con toda la fuerza de tu alma,
pero también con toda inteligencia.
Agrupemos nuestras ansias de justicia
alrededor de razones estudiadas,
¡instruye tu intelecto!
Intenta el cambio
y compromete a todos los gobiernos
con acciones mesuradas
que te presenten como un hombre
y no como un necio.
No des un paso atrás en tus conquistas,
mas tampoco retrocedas en cultura
cometiendo acciones bárbaras.
No dejes que sobrevenga el caos,
así no ganarás batallas.
Tu triunfo no está en lo que gritas,
¡el triunfo está en la inteligencia!
Estudiante aguerrido,
no propicies que se derrame
la sangre de tu hermano,
no llenes de culpa tu conciencia.
Estudiante que ves las injusticias,
no dejes a tu madre sin su hijo.
Estudiante aguerrido: ¡Piensa!
El árbol
Frente a la casa de mis padres
había un árbol.
Su sombra era grata,
sus ramas, valientes.
Después de cien años
al cielo se alzaban;
su tronco era recio,
de tosca corteza. Al verlo
respeto inspiraba.
Con mucha frecuencia, mis padres
del árbol hablaban.
A veces decía mi madre:
"... qué árbol tan bello,
qué hermoso contraste forma
con sus ramas el azul del cielo."
Y mi padre, con muy suave acento
también comentaba:
"... qué agradable el murmullo de hojas
al pasar el viento..."
Pero, poco a poco,
como es costumbre cuando algo nos gusta
y ya lo tenemos,
al árbol le vimos defectos:
primero, una rama que cae
por un fuerte viento. Después,
––el árbol da asilo a cientos de aves
que dejan muy sucio el suelo. Y luego,
––el árbol se inclina violento,
amenaza la casa,
y dicen que ya está muy viejo.
Y así pasó el tiempo...
El árbol, cada año
su sombra nos daba en verano;
sus largos suspiros en noches de invierno;
sus hojas tiraba en otoño,
y en la primavera,
audaces retoños mostraba,
así que este árbol vivía,
y no por ser viejo,
inactivo estaba.
Mi padre, sentado en el porche,
después de largos silencios,
el tronco, las ramas, la copa
del árbol miraba, y con voz pausada
decía: "si este árbol hablara".
Y al mirar sus ojos,
fulgores serenos de viejos recuerdos
en ellos veía...
Quizá entonces, mi padre pensaba
que cuando él era un niño apenas,
el árbol ya estaba.
Que cuando luchaba de joven
por grandes ideales,
el árbol ya estaba,
y cuando el amor le dio compañera
y un hijo tras otro la vida le daba,
el árbol ya estaba;
y tal vez fue su sombra,
su grata presencia,
lo que hizo al fin que ahí se quedara.
Y luego que fueron vecinos,
ya lo dije: ––el árbol, qué hermoso,
el árbol, qué viejo, está seco––... en fin,
qué sé yo... Pero hay algo cierto:
Mi padre al árbol quería y respetaba.
Mi padre enfermó.
Cuando iba a verlo,
sentado en el porche lo hallaba.
Él miraba el cielo
como buscando en su comba, algún gran misterio.
Para distraerlo, le hacía mil preguntas,
y como el árbol estaba enfrente,
yo le sugería: ––Padre, cortemos esa rama grande,
parece que se está cayendo.
O bien: ––A los zopilotes un cohete echaremos,
a ver si se asustan y huyen...
Y mi padre decía sonriendo:
"Deja eso, escucha; qué agradable
se oye el murmullo del viento".
Un día mi padre se fue...
Aún no comprendo
cómo he vivido sin verlo.
Su ausencia es la daga que todos sus hijos
llevamos, en medio del pecho.
Y, sentada en el porche,
a mi padre recuerdo...
El grato murmullo de hojas
en queja se va convirtiendo.
Y yo miro al cielo.
Si mi padre viviera diría:
"No sufras, escucha,
qué agradable se oye el murmullo
del viento".
Por eso el árbol se hizo mi amigo.
Por eso lo quiero,
y un grato consuelo
al mirarlo yo siento... y por eso,
al verlo rodeado de gente,
temblé sin quererlo.
Es cierto. Van a derribar al árbol amigo;
y toda la gente está muy de acuerdo.
Qué extraño, tantos años viviendo
y de pronto, el fin, así, sin remedio,
árboles y gente,
¡qué raros designios del cielo!
Ya dije que este árbol tan viejo
al cielo orgulloso sus ramas alzaba,
su tronco era recio,
y para tirarlo, máquinas, cables y hachas,
hicieron múltiples esfuerzos.
Muchas horas ahí estuvieron,
y el árbol, igual que mi padre
cuando estaba enfermo,
¡ni una queja salió de su pecho!
Y yo que observaba,
lloraba en silencio...
El árbol movióse. Y luego,
Despacio, despacio... inclinó su cuerpo.
La gente miraba callada,
retumbó el suelo,
hiriendo el silencio.
¡El gigante cayó!
¡Nada es eterno!
Si caen los gigantes como ellos,
nada es eterno...
No sé si mi padre al árbol echaba de menos;
o si el árbol a mi padre,
ansiaba ya verlo...
Sólo sé que se fueron los dos
el mismo año... y a veces creo,
que para irse juntos,
¡los dos estaban de acuerdo!
De Contra reloj (1989)